Los parques de Madrid en verano se llenan de muslos, y de brazos, y de ombligos porque hace mucho calor y la ropa sobra. O a lo mejor no es solo por eso. Lejos del asfalto, en esas zonas frondosas, la naturaleza estalla. Allí se genera un ecosistema de redes que conecta el paseo de los jóvenes en ebullición con el de las otras personas que por ahí vibran. Se graban con el teléfono, ríen descontrolados y mantienen la alerta de lo que les rodea y de quienes les rodean. En esos parques se crea una irrealidad de sonidos, olores e hiperconexiones en las que los adolescentes se buscan y se encuentran. Y allí existe una energía que también bulle y que ha marcado nuestra propia realidad durante milenios: la búsqueda del amor, el despertar del deseo. Emociones que definen nuestra identidad y sobre las que llevamos escribiendo desde el principio de los tiempos.